La migración.
Julio se había extinguido como una vela ante el viento cortante que nos trajo un plomizo cielo de
agosto. Caía una llovizna fina e hiriente, reunida en mantas grises y opacas cuando el viento soplaba a su
favor. A lo largo de la playa de Bournemouth, las casetas volvían su vacuo rostro de madera hacia el mar
gris verdoso, ceñido de espumas, que corría a estrellarse contra el bastión de cemento de la orilla. Las
gaviotas, empujadas tierra adentro hacia la población, sobrevolaban los tejados con alas tensas, gimiendo
agriamente. El estado del tiempo parecía calculado para poner a prueba la paciencia de cualquiera.
Vista en conjunto, aquella tarde mi familia no ofrecía un aspecto demasiado atractivo, pues el clima
reinante había traído consigo la habitual serie de males a que éramos propensos. A mí, tirado en el suelo
mientras etiquetaba mi colección de conchas, me había provisto de un catarro que parecía haberme
fraguado en el cráneo, obligándome a respirar estertóreamente por la boca abierta. Para mi hermano
Leslie, arrebujado con expresión ceñuda junto al fuego, llegó una inflamación interna de oídos, que le
sangraban lenta pero persistentemente. A mi hermana Margo le había deparado un surtido fresco de acné
sobre su rostro ya de antes moteado como un velo de puntitos rojos. Para mi madre hubo un opulento y
burbujeante resfriado, sazonado con una pizca de reuma. Sólo mi hermano mayor Larry se mantenía ileso,
pero suficientemente irritado a la vista de nuestros alifafes.
Fue Larry, por supuesto, quien empezó la cosa. Los demás estábamos demasiado desmadejados para
pensar en algo que no fueran nuestros males respectivos, pero a Larry la Providencia le había destinado a
pasar por la vida como un pequeño cohete rubio, haciendo explotar ideas en las mentes ajenas para
después enroscarse con untuosidad gatuna y negar toda responsabilidad de las consecuencias. A medida
que avanzaba la tarde, su irritación iba en aumento. Al fin, paseando en derredor una mirada melancólica,
decidió atacar a Mamá, como causante manifiesta del problema.
—¿Por qué aguantamos este maldito clima? —preguntó de improviso, señalando a la ventana
distorsionada por la lluvia—. ¡Contemplad! O, si vamos a eso, contemplaos mutuamente… Margo, inflada
como un plato de porridge encarnado… Leslie, penando por el mundo con treinta metros de algodón en
cada oreja… Gerry suena como si tuviera el paladar hendido de nacimiento… Y, anda que tú: cada día que
pasa pareces más decrépita y torturada.
Mamá le miró por encima de un tomazo titulado Recetas fáciles de Rajputana. —Pues no lo estoy —
dijo indignada.
—Lo estás —insistió Larry—; estás echando pinta de lavandera irlandesa… y tu familia parece una
serie de ilustraciones de enciclopedia médica.
A Mamá no se le ocurrió ninguna réplica aplastante, así que se contentó con lanzarle una mirada
furibunda antes de replegarse de nuevo tras su libro.
—Lo que nos hace falta es sol —continuó Larry—; ¿no estás de acuerdo, Les?… Les… ¡Les!
Leslie se desenredó una maraña de algodón de la oreja.
—¿Qué decías? —preguntó.
—¡Ahí tienes! —dijo Larry, volviéndose triunfalmente a Mamá—, mantener una conversación con él
es como poner una pica en Flandes. ¡Esto es un numerito! Un hermano que no oye nada, y al otro no hay
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G e r a l d D u r r e l l M i f a m i l i a y o t r o s a n i m a l e s
quien le entienda. Realmente, ya es hora de hacer algo. No puede uno escribir prosa inmortal en una
atmósfera de lamentaciones y eucalipto.
—Sí, querido —dijo Mamá distraídamente.
—Lo que todos necesitamos —dijo Larry, reanudando sus pasos— es sol, un lugar donde poder
crecer.
—Sí, querido, eso estaría bien —asintió Mamá, en realidad sin escucharle.
—Esta mañana tuve carta de George… dice que Corfú es maravilloso… ¿Por qué no hacemos las
maletas y nos vamos a Grecia?
—Bueno, querido; si tú quieres —dijo Mamá desprevenida.
En lo tocante a Larry solía tener buen cuidado de no dejarse comprometer.
—¿Cuándo? —preguntó Larry, algo sorprendido ante la concesión.
Mamá, advirtiendo haber cometido un error táctico, bajó cautamente las Recetas fáciles de Rajputana.
—Pues creo que lo más sensato sería que tú fueras por delante, querido, a preparar el terreno.
Después nos escribes, y si me dices que aquello está bien, nos vamos todos —dijo astutamente.
Larry la miró con desmayo.
—Lo mismo dijiste cuando propuse ir a España —le recordó—, y dos meses interminables me pasé
sentado en Sevilla esperando que aparecieseis, mientras vosotros no hacíais más que escribirme
kilométricas cartas sobre el alcantarillado y el agua de beber, como si yo fuera el secretario del
Ayuntamiento o algo así. No; si vamos a Grecia, iremos todos a la vez.
—Exageras, Larry —dijo Mamá en tono ofendido—; de cualquier forma, yo no me puedo ir así como
así. Hay cosas que hacer en esta casa.
—¿Cosas? ¿Qué cosas, diablos? Véndela.
—Pero hijo, no puedo —dijo Mamá, escandalizada.
—¿Por qué no?
—Porque acabo de comprarla.
—Mejor: así la vendes a estrenar.
—No seas ridículo, querido —dijo Mamá con firmeza—; eso ni pensarlo. Sería una locura.
De modo que vendimos la casa y huimos del triste verano inglés, como una bandada de golondrinas
migratorias.
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